La Memoria en Mi Rodilla
Todavía
no quiero abrir los ojos. Mis parpados, igual que mis sábanas, han sucumbido a
la gravedad esta mañana.
El
canto de los pájaros, mirlos y petirrojos, atareados en construir sus nidos, me
ayuda a ubicarme: estoy aquí de este lado, en esta cama suave y fresca, sin
sudor ni arena.
Ni para
que intentar mover el edredón, sé que mis brazos carecen de la fuerza para
hacerlo.
Llevo
mis manos a mi sexo, lo toco…soy un cuarto vacío…vacío como este cuarto en que
habito.
Intento
moverme, pero algo me lo impide: una hinchazón blanda y blancuzca, sin sangre. Una
represa agua, como una garra aprisionando mi rodilla, estrangulando esa
coyuntura entre lo que queda de mi muslo. Es un dolor adormecido y necio que me
impide todo movimiento.
El
llanto viene a liberar los excesos de agua acumulados dentro, como una mano
compasiva abre las compuertas para reducir el nivel del rio, o saca el agua de
un cayuco con una jicarita para que no se hunda, ‘achicar’ que le dicen.
Lloro
sin saber por qué, lloro por este pobre miembro mío que he venido arrastrando
como a un moribundo desde hace años, por playas, selvas, caminos…
Allá en
el monte, si me tiraba en el pasto para sorber el sol, las garrapatas de
inmediato se aferraban a esa pierna, solo a esa, la derecha, no a la otra,
porque los parásitos se aferran a aquello que la energía de la vida ha
desertado.
Después
de que me fracturé el menisco, todos los golpes y percances iban a dar a mi
pierna derecha, como alfileres a un imán. Hasta aquel rasguño de gato en el
tobillo, que no tardó en supurar amenazando con gangrena, en ese clima tropical
donde todo supura, se reproduce y crece, como el jején en las vigas de la casa.
Recuerdo
a Pichín con su cuerpecito menudo de niño de nueve años y su vocecita suave: “Hay ail?”, fui cojeando a la cocina y busqué
el ajo; entonces el chiquito machucó dos dientes con el mango de un machete,
puso la pasta sobre el rasguño que ya tenía un color rojo furioso, procedió a
cortar una tira de tela que sacó de un cajón donde guardábamos retazos para ese
tipo de emergencias, y vendó expertamente mi tobillo sujetando firmemente el
emplaste...
Una
nueva oleada de lágrimas empapó mi cara; ¿te duele mucho? Preguntó el chiquito.
Se
corrió la voz en el pueblo de que Erei me había roto la pata de un palo, pero
no fue así, fui yo quien rompió un palo de una patada.
Vivíamos
en la casa que alquilamos en el Centro, después que el huracán nos obligó a
salir del monte que había quedado aislado con el nacimiento de un nuevo rio,
Gamma lo bautizamos por el nombre de la tormenta.
Al
monte ventajas le trajo el quedar cerrado al tráfico humano, porque le permitió
regenerar su vegetación; llegaron a vivir allí muchas nuevas especies de
pájaros y montón de animalitos − más de los que se dejan ver: habitantes
secretos del bosque, como las serpientes Barba Amarilla, que solo salen cuando
la gente quema sus cañales. Cuando se queman solares grandes para sembrar palma
africana, entonces, causando el pánico, hasta al pueblo van a dar los temidos
bichos. Yo jamás vi una barba en el monte, ellas se mantenían en su lugar y yo
en el mío, vivíamos en armonía, se puede decir.
A
nosotros también nos convino estar en el corazón del pueblo, sobre todo porque
el pequeño Alejandro podía tomar el autobús a la escuela frente a la casa, en
lugar de tener que pedalear en la bicicleta media hora de ida y media de regreso
hasta la finca.
Compramos
refrigerador y televisión ya que contábamos con el apreciado fluido eléctrico.
Pinté la cocina de azul y la estancia de amarillo, preparando yo misma la
pintura, como siempre me gustó hacerlo, con colorantes y cal. Instalé repisas en
la cocina y puertas de madera en las habitaciones. La vida se volvió mucho más sencilla
y se asemejó más a la vida a que yo estaba acostumbrada.
Por
pura coincidencia, esa casa fue construida por un cuñado de Erei, Glotón. La
construyó para su madre quien se dice, fue la última verdadera bruja de
Redención.
“Esa mujer se convertía en chancho, volaba,
vieras Alma…solo ustedes se atreven a vivir allí, ¡Jesús!”, me decía mi amiga Santa.
Nuestro
casero era uno de los hermanos mayores de Glotón, quien había quedado a cargo
para evitar que el ‘cuñado’ la vendiese, como había hecho ya con mucha de la
propiedad familiar.
“El delincuente de tu cuñado construyó estas
cuatro puertas, una mirando a cada horizonte, para poder salir huyendo…” le dije a Erei un día que vino
el curandero Toribio a visitarnos, y
quedó alarmado al sentir la energía y ver la arquitectura de la casa: cuatro
puertas colocadas en cruz.
Toribio
el curandero me cortejaba en secreto -“Cuando
te divorcies aquí estoy yo”, me decía con su voz gangosa cada vez que lo
encontraba yo en la calle; Erei lo
intuía y le tenía desconfianza. Así que cuando nos dijo “hay que colgar una cruz que yo les voy a hacer, en cada una de estas
puertas”, Erei le dijo en un tono brusco que él mismo era capaz de proteger
a su familia, “Atente a las consecuencias,
atente…” le respondió el curandero antes de retirarse asustado.
Ha
amainado el canto de los pájaros, debe ser ya la media mañana. De mi plexo
surge débil un nuevo esfuerzo por moverme, pero mi pierna, que se ha convertido
en el centro de mi cuerpo, no quiere ceder. Mi rodilla está llena del vacío de
mi útero, y llena de recuerdos; recuerdos presos en una cárcel de hueso traman
la revuelta.
Pienso
en Erei y sus tres hijos el día que llegaron todos a buscarme a mi cabaña, y
cuatro pares de ojos idénticos, cuatro idénticos pares de ojos negros, crecen
en la cavidad en medio de mi pierna y me hacen escupir un quejido prolongado.
Estoy
presa en esta cama como en mi rodilla los recuerdos, presa cual mariposa en el
tablero del Entomólogo, necesito respirar, aceptar que no tengo nada más que
hacer que continuar aquí tirada…
Fueron
varios los eventos que hicieron que nuestra vida serena y clara diera un giro
como esos que da el mismo mar Caribe que de súbito se convierte en un mar
tremendo de espuma violenta y aguas revueltas y oscuras.
Un día,
Erei anunció que iba a hacer un viaje de dos días. Se fue estrenando una
camiseta que le compré en un viaje reciente a la Habana, con la siguiente cita
del Che: ‘Muchos me dirán aventurero, y
lo soy, solo que de un tipo diferente y
de los que ponen el pellejo para demostrar su verdades’.
El
viaje de fin de semana, se prolongó dos días más. El celular siempre apagado, me
comenzó a inquietar al tercer día, y al principio del cuarto, cerré la casa,
subí niños, perros, gatos y coati a la paila del carro y como circo ambulante
cruzamos la aldea camino al monte…
“Para
que no haya nadie cuando regrese el desgraciado, por favor no le diga nada a Erei, ni que nos
vio salir”, le dije a la vecina cuando me fui a despedir, sabiendo que ella repetiría
cada una de mis palabras.
El aire
del campo me reanimó enseguida y despejó las telarañas que se me habían ido
formando con la desaparición de mi hombre. Los niños bajaron cocos, y los
bebimos sentados en las bancas de caña brava bajo el mango.
Barrimos
la casa, y colgando las hamacas estábamos cuando sonó mi celular...
La voz
divina de Erei, su voz sonora, me alegró a pesar mío; su aflicción al no
encontrar a nadie en casa, me desarmó: “Aquí estoy en la casa…no hay nadie…”
“Ya te
mando el coche…”respondí y se lo envié con el muchacho más grande que sabía
manejar.
Cuando
apareció aquel sentado en el lado del pasajero con su mejor sonrisa, me sorprendió
una rabia que me cerró el pecho y que fue subiendo con cada escusa, con cada
explicación:
“Esa
camiseta que me regalaste diciendo que soy aventurero, me tiró a la aventura…”.
Es que
ese hombre no conocía la vergüenza y cada día me culpaba más de todas sus
debilidades.
Me
acusaba de plantar ideas en su cabeza; lo que para mí era imaginación, para él
se convertía en un absoluta compulsión de hacerlo un hecho. Así que ahora
resultaba que las bellas palabras del Ché lo habían empujado a saber a qué
aventura sórdida. Estaba yo fuera de mí, como una fiera enjaulada caminaba de
un lado a otro de la casa.
“Mira
mejor me llevo a los niños al pueblo, donde los abuelos y así podemos estar
aquí tranquilos y arreglarnos…” me dijo con ese ardor del que busca perdón,
ardor que no suele durar más allá de la consumación del deseo. Lejos estaban ya
esos días en que la sola presencia de Erei era suficiente para aliviarlo todo. Llegó
a hacerme sentir barata cuando buscaba perdón con solo apartar mis piernas en
un movimiento que se volvió mecánico y que me resultaba insultante.
En fin
que al pueblo a dejar a los niños se fue, y regresó en una hora, con un litro
de Gifiti y una mochila con la ropa que le había yo pedido me trajera de la
casa. Se notaba muy agitado.
Cuando
abrí la mochila, la selección de ropa que encontré dentro estaba fuera de mi
entendimiento: un camisón de encaje transparente que me regalo una cuñada y que
jamás he usado; dos pares de tangas, también de encaje, que hace mucho no uso
porque me quedan grandes, y nada más; era evidente que había metido la mano en
mi cajón y tomado cualquier cosa sin ni siquiera mirar.
“Que te
pasa Erei?” le pregunté alarmada y él
me abrazó y me quiso besar, se rio, no supo que contestar, y habiendo servido
dos vasos de Gifiti, se quitó la camisa, se sentó a la mesa, cortó un pedazo de
papel de dibujo en un perfecto rectángulo, saco un par de bolitas de papel
aluminio del bolsillo de su pantalón, cigarrillos y encendedor, del bolsillo
del lado opuesto, y se puso a armar un puro. A medida que procedía el ritual,
yo sentía los nudos de mis rencores y tenciones deshacerse. Bien sabía el cabrón
como silenciarme.
“íbamos
por la playa cuando una India nos pidió jalón”
“¿Y?”
“Pues
se lo dimos…”
“¿Y
para dónde iba?”
“No sé,
que vino a Redención con unos amigos que la dejaron botada, y los andaba
buscando. La llevamos a la casa y le di agua y después la dejé en la parada del
bus”
“¿La
llevaste a la casa?”
“Si,
tenía sed y no quise molestar a Jansen cuando pasamos por su casa; Debora se
acercó a saludar porque pensó que eras tú quien venía sentada junto a mi…”
Darle
jalón a una mujer perdida ok, pero ¿llevar una desconocida a la casa…? Erei se
estaba curando en salud contándome eso, en caso que alguien me contara algo, lo
cual era poco probable, porque la gente en la aldea le teme y nunca nadie me
contaba nada.
Erei
encendió el cigarrillo y fumamos en silencio. Yo apuré mi Gifiti y me serví un
segundo ¡Mal negocio!
Suena
el teléfono y es el hospital, necesitan hacer otra resonancia magnética, otra
vez el tubo y el ruido espantoso que se oye a pesar de los audífonos, y las
instrucciones por los parlantes, otra vez esa maldita sensación de asfixia y la
inmovilidad obligada, otra vez ese cuarto lleno de maquinaria extraña, y el
olor a desinfectante…
Además
el ortopeda y yo no hicimos muy buena química. Míster Fairfax es un hombre de
unos cincuenta años, altísimo y con unos aires de aristócrata que le impiden
inclinar la cabeza para mirarla a una. Sus ojos entornados hacia abajo, tomando
el camino opuesto de su nariz respingada le dan una expresión de superioridad y
desprecio por su paciente, en este caso yo, que me hacen sentir aún más
despreciable de lo que normalmente me siento.
En fin,
para batallar con el hospital y los médicos he tenido que encontrar por lo
menos un indicio de mi antiguo espíritu de lucha, lo cual no me ha sentado mal.
La
llamada del hospital me hace incorporarme en la cama, abrir los ojos, despabilarme
un poco y salir del espacio tenebroso en que me había deslizado.
Tomo
uno de mis cuadernos de notas, este es de hace un par de años, lo abro al azar:
Mi pie
se extiende debajo de la sabana
hasta encontrar tu pie.
Encuentro jubiloso de dedos que se abren
en señal
de bienvenida;
Bastaría
para el placer
el
encuentro de estos pies,
cuerpos
autónomos,
amándose
independientes de nosotros.
Nuestras pieles se erizan
como criaturas marinas encendidas,
y
millares de minúsculos tentáculos eléctricos
penetran
cada poro,
hasta
que solo somos respiración y latido.
Navega la sangre cargada de estrellas
y olvidados de todo vamos cayendo
al fondo, al fondo, sin fondo.
Desaparecen las ventanas,
se
desvaneces las paredes,
por techo la bóveda celeste.
Soltamos
las amarras
y nos
vamos abrazados
a vagar
entre galaxias.
Y cuando
logro ver, entre haces luminosos,
tus
ojos,
veo
reflejados los míos propios:
Hemos
llegado al mar.
Erei
olía a mar y cuando él se iba, su olor permanecía conmigo.
“Vamos a descansar Alma”, dijo cuando
terminamos el puro. Él se veía agotado, yo tenía ánimos de continuar fumando,
pero me tomó de la mano y yo lo seguí sin ganas.
Acostados
sobre el colchón sin sabanas de nuestra habitación abandonada, impregnada de un
olor a moho, hicimos un sexo breve. Enseguida, la respiración de Erei se fue
volviendo más profunda y sus facciones se aflojaron. Yo a su lado, mirando
hacia el cielo raso de madera, me quede escuchando las trifulcas de los
garrobos en el techo. Hasta que ya no me aguanté: “Erei, Erei…” lo desperté.
El no
abrió los ojos.
“¿Adónde
fuiste? ¿Qué andabas haciendo?”
“Estuve
una noche en San Pedro y después me fui para Masca, una aldea cerca de la
frontera con Guate”
“Si, ya sé
dónde es Masca ¿Que fuiste a hacer allá?” Erei se quedó callado…
“Fui a
pasear, necesitaba relajar mi mente, sabes que estamos a punto de comenzar un
trabajo grande, quería tomar un relax antes”
Estábamos
por comenzar a construir una champona, la primera estructura de lo que
planeábamos fuera un centro ecológico allí en el monte.
“¿Pero
todos estos días estuviste solo?” Yo lo conocía y sabía que eso era poco
probable.
“Me
quede en casa de una señora india que conozco allá, una vieja que tiene un
hotel…”
“Erei no
me mientas, tú te fuiste a pasear con alguna mujer, dime la verdad…”
“Estuve
con una mujer en San Pedro, pero sólo eso, una noche, después me fui…”
Un
relámpago azoto mi cuerpo que me hizo saltar a sentarme en el sillón tejido de
bayal frente a la cama. Mi corazón desalojó mi pecho y mi boca quedo abierta y
seca.
“Eso era
lo que querías…lo que tanto temías saber, ya lo tienes, tu más gran temor, la
confirmación, la certeza…ahí lo tienes, el puñal…” Erei, echado sobre la cama,
movió solamente sus brazos, unió sus manos con el gesto de clavarse una daga
imaginaria en su pecho − por la dimensión del gesto, más pareció una estaca
hundiéndose en su centro, y así fue como lo sentí yo en el mío. La parte de mí
que observaba lo que estaba sucediendo, desprendida de mi misma, se admiró de
sus facultades de actor.
Anestesiada
por el golpe, salí a la estancia, me serví un trago y arme otro puro que llevé
a la recamara, fumamos en silencio.
“¿Y la
India que encontraste a medio día en la playa, la del jalón de dónde salió?”
“Ya te
lo dije, andaba buscando a sus amigos…”
“¿Y porque no se montó en la paila? ¿Porque se montó dentro de la cabina?
¿Porque se sentó en mi lugar? ¿Porque pasaste por casa de gente que conocemos,
y que te vio con ella, sabiendo que acabas de desaparecerte, que me vieron como
yo estaba?…”
Mi
orgullo herido, ya no pudo parar, caminaba yo de arriba abajo del cuarto. Salí a
la estancia bramando “¿Porque la subiste al coche? ¿Porque se sentó en mi lugar,
en mi coche, en mi lugar?”
Mis
gritos salieron de la casa, cruzaron el solar, la plantación de palma africana,
el rio; viajaron por la carretera y llegaron hasta la aldea.
En la
estancia Había un banquito de madera que siempre me causo problemas. Un banco
de palo con una base demasiado angosta para su asiento, sumamente inestable,
para sentarse o pararse en él, había que tener mucho cuidado de poner el peso
en el centro, jamás en las orillas, por el riesgo de volcarse. A pesar de ser
tan inconveniente, el famoso banquito nos seguía en todas las mudanzas, hasta
lo pintaba yo para que se adaptara a las decoraciones de cada lugar; lo cubrían
muchas capas de pintura; en la ocasión en que lo mandé volando de una patada al
otro lado de la estancia, era azul.
En ese
momento no me dolió nada, solo escuché un tronido que no supe bien de donde
salió.
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